Poner (y entender) los límites en 4 claves. O lo que pasa cuando te eliges, y les enseñas a ellos a hacerlo

Tratar de evitar el rechazo complaciendo a todo el mundo puede ser más fácil que poner límites. Pero, a la larga, y si convertimos lo primero en un hábito, es una fuente de infelicidad. Porque dejamos de valorarnos. Y nos acostumbrarnos a que no elegirnos sea lo normal. Y no algo que hacemos a veces porque la vida, el trabajo, las personas dependientes a cargo y arreglar la lavadora, nos lo requieren. Porque no, no siempre podemos escoger el spa o la serie.

Mi lavadora cuando le digo que voy a elegirme.

El problema viene cuando no priorizarnos es algo que hacemos por sistema. Y es un problema porque acabas pensando que lo que sientes y opinas tiene menos valor que lo que siente y opina el resto. Y de esto trata el post de hoy. De la importancia de decirnos SÍ a nosotros, nosotras mismas. Cada día un ratico. Aunque, a veces, eso suponga decir NO a otros. De poner límites. Y entender que los demás nos los pongan. Y de enseñar a los más pequeños a hacerlo.

Pensaba sobre todo esto leyendo una conversación con mi hija que escribí en uno de mis cuadernos (anotadlas, son joyas que se olvidan) y que dio pie al artículo de hoy, sobre la importancia de lidiar con el rechazo. Porque no saber decir NO a otros tiene que ver con esto. Con eso que pasa en nuestro cuerpo cuando no nos eligen. O peor, cuando no los eligen a ellos (y nos recuerda cuando no nos eligieron a nosotros).

–Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás jugando fuera?

–Los niños me han dicho que no podía jugar, que ya estaban hechos los equipos.

–Pues diles que si te puedes unir a uno. Y si no, esperas y te unes en la próxima partida.

Y la vi salir, cabizbaja y muy poco convencida de mi respuesta.

–Espera hija, puedes hacer eso, puedo salir yo, si quieres, y echarte un cable… Puedes insistir… Pero mi consigna, y esto grábatelo siempre es: juega con quién quiera jugar contigo.

–Pues me voy a casa de la vecina.                                             

–¡Pues muy bien! Eres muy bonita.

Y se fue.

Ojalá me lo hubieran explicado así siendo niña. Que no hay nada que forzar. Que las cosas, cuando son un sí, suelen ser fáciles. Y se sienten en el cuerpo. Y empeñarse en algo que es NO es frustración. Y dolor de barriga.

La importancia de enseñarles a escucharse.

Pero sucede que, a veces, nos empeñamos en perpetuar situaciones a las que nuestro cuerpo nos dice claramente NO para evitar poner un límite y enfrentarnos a algo que duele. Porque hemos aprendido que, cuando lo hacemos, a veces los demás se enfadan y, en ocasiones, nos rechazan. Entonces preferimos evitarlo. Y sostener escenarios que nos van drenando, poco a poco.

Porque sabemos que es más fácil…

☉Darle la tablet o el bollo cuando no toca que decirle que no al niño. Y que no te elijan, aunque sea un rato corto.

☉Quedarte en esa relación superficial y evitativa que abrirte a un vínculo de intimidad donde pueden hacerte daño.

☉Sobrecargarte en el trabajo haciendo cosas que te piden y no te competen que lidiar con el rechazo.

☉Ir a ese evento que te viene fatal y que no te apetece porque alguien no entienda que te necesitas. Y le caigas peor.

En definitiva, es más fácil repetir patrones inconscientes de protección que bajar la guardia y asumir la posibilidad de que nos rechacen. Que elegirnos nosotros y encontrarnos con ese miedo a no ser lo que otros esperaban. Un miedo gestado a partir de las creencias de nuestro legado familiar o de posibles experiencias tóxicas a las que nos hemos enfrentado.

¿Por qué nos cuesta poner límites y entender que nos los pongan?

Fundamentalmente por cuatro razones (a lo mejor hay más pero estas son las que se me ocurren):

1. Confundimos el afecto y el cuidado con tener que agradar siempre. Y no. Cuidado no es complacencia absoluta. Eso es sometimiento.

2. Confundimos el rechazo con la falta de valía personal o la falta de amor. La secuencia mental previa a decir SÍ cuando quiero decir NO sería algo así:

Si digo que no me rechazarán (o pensarán que los quiero menos) → Si me rechazan significa que no valgo (o que no me quieren) → Venga va…

“Cómete el huevo Kinder para merendar, guapi”.

3. No tenemos muy claro dónde poner el límite, hasta dónde dejarles llegar. Porque no tenemos claros nuestros estándares o confundimos la llamada “disciplina positiva” con dejarles hacer para no frustrarles. Y no es eso.

4. No sabemos gestionar las emociones que provoca en rechazo y preferimos evitar el conflicto. En concreto, nos cuesta lidiar con la rabia, tanto con la nuestra, como con la de los más pequeños, porque no la entendemos.

Una vez entendidas las razones por las que nos cuesta poner límites a los demás, bien sea dejando de hacerlo o haciéndolo siempre desde la agresividad, resulta más fácil concretar algunos tips para practicar la asertividad.

CLAVES PARA PONER LÍMITES Y ENSEÑARLES A RESPETARLOS:

  1. TENER CLARO QUE LOS LÍMITES SON UNA FORMA DE AMOR Y CUIDADO: A todos nos gusta agradar. Pero doblegarnos siempre y acallar nuestro propio criterio para evitar un conflicto ni es atractivo ni es cuidador con el otro. Cuando lo hacemos, en realidad, estamos infravalorando la capacidad de la otra persona para adaptarse a las circunstancias y afrontar nuevas perspectivas. En el caso de los niños, cuando cedemos y traspasamos nuestros límites, estamos impidiendo que madure y se haga un adulto capaz de gestionar los noes que a veces la vida nos pone de frente. Los niños necesitan de esa contención saludable que les permite explorar el entorno pero les deja muy claro hasta dónde pueden llegar, y que tiene que ver con su propia seguridad.
Porque te quiero, a veces te digo que no.

Cuando entendemos esto, nos resulta más fácil conectarnos con el cariño para posicionarnos con firmeza. Porque sí, cariño y firmeza se llevan muy bien y pueden ir de la mano.

2. TRABAJAR LA HERIDA DE RECHAZO: Amamos como nos amaron. Lo hicieron lo mejor que pudieron pero ahora, desde nuestro adulto, podemos desprendernos de esa identidad defensiva forjada a partir de creencias erróneas sobre nosotros, como que no somos lo suficientemente valiosos. Lo somos, aunque no nos elijan. Aunque no seamos lo que esperábamos para los demás.

Y, del mismo modo que creo que a ser feliz se aprende (y se enseña). A amar, también. Es importante enseñarlos a amar desde el respeto y la libertad hacia el otro. Pero solo podrán hacerlo si nosotros aprendemos a bailar con el rechazo y entendemos que, que nos digan no, es lícito, a veces circunstancial y que no depende de nuestra valía personal.

Esto no funciona solo con saberlo, hemos de practicarlo cada día, con cada conflicto interior que percibamos. Os recuerdo algunos ejercicios para cuestionar creencias limitantes AQUÍ.

3. SABER LO QUE PARA TI ES UN NO. En tu hogar, en tus relaciones, en tu vida laboral. ¿Cuáles son los límites innegociables para ti? Marca tus estándares. Esas normas y actitudes que sustentan tus relaciones alineadas con tus valores, para no tener que estar siempre discutiendo sobre ellas. Acuerda esas normas con las personas implicadas y también la manera de reparar el daño causado cuando se incumplen (este enfoque es diferente del castigo).

Para que funcionen con los niños, las reglas han de ser:

Claras y concisas. Mejor 4 normas que se cumplan a 20 que ni se acuerdan.

Redactadas y recordadas en positivo. Mejor “cuidamos nuestro cuerpo” que “no comemos donuts para merendar”. Siempre mejor “en casa nos respetamos” que “no pegar a tu hermana”.

Visibles. De modo que cuando se incumplen podemos recurrir a ellas y señalarlas, sin que parezca que me las saco de la chistera. “Es que esto ya lo habíamos acordado y se te ha olvidado…míralo aquí anda…”

Los dos sabemos que no se le ha olvidado…

Consistentes. No es un No. Si hemos establecido que se no puede usar la tablet de noche no se puede, aunque estén poniendo mi serie. Y sepa que si se la dejo, podré verla. No entro en si es mejor o peor si alguien lo hace, solo que, si ponemos esa regla, hemos de ser consecuentes. Y cumplirla. Si no la vamos a cumplir, o a veces sí y otras no, es mejor quitarla.

4. ACOMPAÑARLES (Y ACOMPAÑARTE) EN LA EMOCIÓN. La palabra acompañar etimológicamente significa “compartir tiempo y espacio con alguien”. Añadiría que, además de estar ahí en cuerpo, ellos tienen que sentir que realmente estamos con ellos, validando lo que sienten, aunque sea feo. 

Cuando mis hijos lloran o se enrabietan, si la vida me lo permite, a veces solo nos tumbamos en la cama. A estar ahí. Sin prisa, esperando que se les pase. Porque siempre pasa. Las emociones entran y salen de nosotros. Y si les enseñamos a acompañarse en ellas, acompañándoles nosotros primero, no huirán de ellas (de ellos mismos) cuando sean adultos.

Maternar es acompañar.

Luego, cuando se calman, podemos corregir una conducta desadaptada o poco funcional, ayudándoles a gestionarlo de otra forma en futuras ocasiones (“te puedes enfadar pero no puedes pegar” o “puedes decir lo que quieres con palabras” por ejemplo). 

Y, claro, para acompañarlos a ellos, primero tenemos que hacerlo con nosotros mismos. Validémonos. Aunque sea feo. 

Para ello hemos de comprender la emoción. Y una de las grandes incomprendidas y la que más nos cuesta acompañar es la rabia.

La frustración que genera que las cosas no son siempre como queremos que sean, en el momento en que queremos que se produzcan.

Pero el enfado es necesario. Es la fuerza que permite que tu voz sea escuchada cuando mides un metro menos que tu interlocutor. Es la voz del NO. Y está ahí para proteger nuestra dignidad, nuestro espacio y nuestra identidad.  Es la fuerza para defendernos. Y si no permitimos a los niños posicionarse con firmeza en ese lugar y decir NO a aquello que no les gusta, de alguna manera los estamos sometiendo. Esto no significa que vayan a conseguir lo que quieran simplemente por manifestar su ira, solo que les vamos a permitir que se exprese, enseñándoles a hacerlo sin agresividad (podéis profundizar sobre la rabia en este otro artículo pinchando AQUÍ). No debemos confundir la agresividad con el enfado. Puedo estar enfadado y manifestarlo, defender lo que quiero con fuerza, sin ser agresivo ni herir al que tengo delante.

Si en la infancia te has tenido que someter ante un entorno muy hostil, esto a veces se traduce en un bloqueo o una explosión impulsiva de la propia rabia. O eres incapaz de defenderte o saltas a la mínima con agresividad.

Desde algún lugar, ese niño, esa niña que llevas dentro y a la que no le permitieron expresar su rabia, explota, a veces, tratando de preservar su inocencia. Hay algo muy tierno debajo de la ira que teme que le lastimen y se protege. Escuchemos a ese niño, a esa niña que llevamos dentro y sanemos esas heridas que no permiten que conectemos con las emociones de los que nos rodean. Aquí os dejo un breve ejercicio meditativo para hacerlo.

Y, así, sin armadura, pesamos menos.

Y el camino se hace más liviano. Y nos embarga una tremenda sensación de libertad que solo se alcanza cuando descubres que, es cierto, no siempre elegimos lo que sucede, pero sí lo que se queda con nosotros. Y cuánto tiempo. Y lo que dejamos marchar.

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