No eres tú, es tu trauma

Trauma

Del gr. τραῦμα traûma ‘herida’.

1. m. Choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente.

2. m. Emoción o impresión negativa, fuerte y duradera.

En definitiva, trauma es cualquier acontecimiento que deja una huella profunda en tu sistema nervioso. Puede ser una violación o un accidente. Pero también una ruptura, una traición o un despido repentino en el trabajo.

Esta semana una amiga me contaba que estaba teniendo una serie de reacciones con su pareja que no entendía. Racionalmente sabía que no tenía razones para sentirse así. Emocionalmente su respuesta era la de una niña que demandaba lo que no le habían dado en su infancia. Lo peor es que se daba cuenta, y no sabía qué hacer para dejar de sentir lo que estaba sintiendo.

Alto.

¿Para qué dejar de sentir? Sentir algo que no nos gusta es una especie de detector de nuestro cuerpo que nos dice: «ey, hay algo que no estás enfocando bien. Para y hazte cargo».

Si no lo hacemos pueden pasar dos cosas. A veces, juntas.

  1. Que sigamos pagándolo con los que nos rodean.
  2. Que al final nuestro cuerpo grite tanto que desarrollemos problemas más serios en forma de enfermedades somáticas o de tipo nervioso, como la ansiedad.

A no ser que hagamos algo distinto.

Pararnos un rato a diario a identificar emociones que gritan, su origen en los pensamientos que tenemos y cómo estos han guiado nuestra conducta durante la jornada. Cambiar costumbres si no son funcionales. Desaprender y desmontar todo aquello que no nos sirve.

Todo ello para modificar no solo nuestros hábitos, también nuestra biología.

El cerebro se entrena mediante el foco.

Fue el biólogo celular Bruce Lipton uno de los primeros científicos en hablar de la epigenética y estudiar la influencia del ambiente en la expresión de los genes, tratando de desenmarañar cómo se activan los programas que nos transmiten nuestros ancestros a través del ADN y la experiencia.

Venimos al mundo con un programa genético que se refuerza a través de las experiencias y los mensajes que recibimos del entorno. Traemos un bagaje pero nuestras redes neuronales se van cableando en función de nuestras vivencias que, por supuesto tienen una cierta predisposición genética pero que es notablemente influida por el ambiente. Podemos asumir esto como una losa o como un reto para transformarnos, tomando la decisión de cambiar las creencias, modificar los efectos de la genética interviniendo sobre lo que nos rodea, rompiendo el guion y nuestra forma de pensar, si esta nos limita.

Sé que fácil no es. Que, al principio, se siente como si estuvieras nadando contra corriente, incumpliendo las órdenes de un superior. Para entenderlo mejor, vamos a usar una metáfora. Imagina que trabajas para una empresa y, como líder de un grupo de personas, tienes que sacar adelante un proyecto. Tu supervisora de grupo te da un objetivo y una directriz muy clara.

Tú, ilusionada, te pones manos a la obra pero, ese mismo día, recibes la llamada del jefe supremo de la empresa con una orden completamente diferente: cambia el enfoque y ve por otro camino.

¿Qué harías?

Lo más probable es que, si quieres conservar tu puesto de trabajo, sigas la dirección del que más manda. Aunque te de un mandato que va un poco en contra de lo que tu directora de proyecto y tú queréis o consideráis que es lo mejor (no todos los jefes son buenos líderes qué le vamos a hacer).

Algo así es lo que pasa en nuestro sistema nervioso cuando tenemos, en un nivel CONSCIENTE (lo que quiero y lo sé), ganas de hacer avances en determinadas áreas de nuestra vida pero nuestro SUBCONSCIENTE (todo eso que opera por debajo, sin que nos demos cuenta de que está ahí), de una forma automática, nos dice lo contrario.

Porque si la directora de proyectos (el nivel consciente) te dice «vamos a por ello y vamos a lograrlo» pero el jefazo superior (el inconsciente) te cuestiona con mensajes como «para qué vas a intentarlo por ese camino, sabes cómo acabará, mejor nos quedamos como estamos, cómodos», tú te vas a boicotear, sin saber que lo haces, para mantenerte en el terreno conocido, que te da seguridad.

Lo que pasa cuando nuestros miedos ocultos nos drenan


Veamos algunos ejemplos de esto:

  • Pablo quiere tener una estabilidad sentimental en forma de una pareja, pero en su infancia escuchó muchas veces lo difícil que era tener una relación sana. Luego, además, lo vivió en carne propia a través del ejemplo de sus padres y, más tarde, en una relación tormentosa de la que tardó mucho en recuperarse. Normalmente siente atracción por mujeres que corroboran esa información subconsciente («el amor es doloroso»). O sea, personas no disponibles.
  • Rufina quiere con todas tus fuerzas disfrutar cuando está con sus retoños pero ha escuchado y, no una, sino muchas veces, frases del estilo a esta: «Disfruta ahora que estás soltera que cuando llega la maternidad se acaba lo bueno». Su madre, además, dejó su empleo para dedicarse en cuerpo y alma a la crianza y siempre se quejaba sobre este hecho. Parecía vivir enfadada y mantenía una actitud vigilante con sus hijos. De algún modo se ha instaurado en ella ese modo gallina clueca de su madre que no puede soltar el control ni la cadera cuando baila. Porque no le sale.
Los cerebros de Pablo y Rufina

Una de las cosas que más condiciona nuestro comportamiento es el legado de creencias que nos deja la familia. No siempre para nuestro beneficio. Para Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austríaco, cada familia es como un clan donde se integran un legado emocional, un pasado, unas creencias, unas represiones y, por supuesto, unos mandatos.

La vida es muy difícil.

Cuando tengas hijos olvídate de disfrutar.

El dinero como viene se va.

No te puedes equivocar.

Tiempo descansado es tiempo perdido.

Las cosas buenas tienen su precio.

Tienes que hacer … o ser … o no van a querer jugar contigo (dícese, querer).

Pedir ayuda es de débiles.

Estas, y otras sentencias parecidas e igual de limitantes, son algunas de las cosas que escuchamos a través de nuestro entorno desde la más tierna infancia y que asumimos como verdades en la edad adulta.

Como cualquier cosa que creas sobre el mundo o sobre ti, tu cerebro está diseñado para buscar evidencias a tu alrededor que refuten tu verdad. Si te contaron que el mundo es un lugar peligroso, tu radar de peligros va a ser más sensible. Tu mente se va a enfocar en ellos. Vas a vivir un poco más intranquilo que aquel al que le dijeron que podía confiar en el mundo. No es que tu vida sea más peligrosa, es que percibes con más facilidad aquello en lo que crees. Le prestas más atención.

Pesando en comprar una Camper y ves Campers por todas partes? No eres tú, es tu Sistema Reticular Ascendente.

Uno de los pioneros en hablar de todo esto fue el psicólogo Leon Festinger en su Teoría de la Disonancia Cognitiva. Para este autor buscamos, continuamente, información que corrobore lo que creo sobre lo que me rodea. Cuando no es así, se produce un cierto malestar, por eso tendemos a obviar la información que no es coherente o congruente con lo que pensamos. La disonancia nos duele, sobre todo cuando pone en peligro lo que creo sobre mí, pero también mis creencias religiosas o políticas. Seguimos en redes sociales personas que piensan de forma similar. Y nos gusta rodearnos de personas que constatan nuestro sistema de verdades (que no suelen ser verdades absolutas sino, más bien, creencias).

A nuestro cerebro le va que le hagan la ola y no le contradigan mucho.

Me gusta hablar sobre esto en mis formaciones, dedicar un rato a bucear en aquellos mensajes que escuchamos, desde niños, sobre nosotros y sobre el mundo. A toda esa información que, de alguna forma y pretendiendo todo lo contrario, limitaron nuestra percepción de la realidad.

En mi último taller de autoestima contaba que, siendo niña, solían martillearme con la idea de que «la vida no es de color de rosa». Y que ya, de adulta, en un ejercicio consciente, transformé este mensaje añadiendo un final a la frase que la dejaba así:

«La vida no es rosa, es de mil colores y pienso disfrutarlos todos».

Del negro también.

Yo, disfrutando de toda mi paleta cromática.

En la mayoría de las ocasiones los llamados mandatos familiares operan sin que nos demos cuenta de que están ahí. A pesar de esa inconsciencia, influyen en la forma en la que nos comportamos. Esto sucede porque la información que nos llega, una vez que se ha automatizado, se almacena en lo que se conoce en psicología como mente subconsciente.

El término subconsciente fue acuñado en 1889 por el psicólogo francés Pierre Janet y popularizado más tarde por Freud que fue, al principio, denostado por falta de rigor en su planteamiento. Con el tiempo, ha sido ampliamente reconocido que existen una serie de procesos mentales que operan en un nivel automático o involuntario, sin que tengamos que estar tomando decisiones constantemente sobre ellos, como respirar o hacer la digestión. Pero también algunas respuestas fisiológicas que se activan cuando aflora un recuerdo guardado en nuestro almacén de memorias. Todos hemos experimentado lo de oler un perfume que nos trae un recuerdo y que nos cambie el estado de ánimo. Ese perfume ha actuado como anclaje de algo que aprendimos.

Algunos de estos automatismos de la mente subconsciente, primero tuvieron que incorporarse en un nivel consciente, por ejemplo, mantenerse en equilibrio en una bicicleta o, incluso, caminar. La primera vez que conduje un coche estaba agobiada, pendiente de cómo tenía que soltar el embrague, poner el intermitente y mirar el retrovisor. Y hacerlo todo sin estamparme. Luego, todos esos pasos se automatizaron. Y la información pasó al subconsciente: ya no sé que está ahí, pero opera por mí.

Esto resulta muy práctico algunas veces. Pero nos puede joder la vida otras. Porque todo que aprendemos sobre el mundo de una forma lo suficientemente intensa como para marcarnos, va a influir en cómo me comporto y en cómo me relaciono, la mayoría de las veces, sin que me de cuenta. Y no todo nos ayuda. Vivimos en piloto automático dejando que nuestras creencias, a veces aprendidas a través de malas experiencias que no tienen por qué repetirse, dicten nuestras vidas.

Y esto sucede porque nuestra mente no distingue entre lo real y lo imaginado. No diferencia entre lo que ocurre de verdad y lo evocado mental o virtualmente. Revivir mentalmente un trauma doloroso o imaginar una catástrofe futura afecta a las mismas zonas del cerebro que si lo estuviéramos viviendo realmente en el presente como han evidenciado numerosos estudios en neurociencia.

¿Significa que cuando estoy viendo una película no sé que es una película? No, desde el punto de vista de la percepción, sabemos distinguir la fantasía de la realidad. Solo significa que la respuesta cerebral es similar en ambos casos.

Que la imaginación es una realidad neurológica que impacta en nuestro cerebro tiene un montón de aplicaciones prácticas que pueden mejorar nuestra vida. Podemos visualizar escenarios que repercutan de forma saludable en nuestras redes sinápticas. Los patrones de conexión neuronal son como caminos. Cuanto más arraigado está ese patrón de respuesta, fruto de pensamientos castrantes, más grandes y directos se hacen esos caminos. Cada vez que respondemos de una determinada forma por hábito, la conexión neuronal se refuerza, se vuelve más automática y más probable que emerja ante una situación similar la próxima vez. La buena noticia es que el mapa de carreteras de nuestro cerebro se puede modificar con la práctica.

La neuroplasticidad, esa capacidad del cerebro de la que habló por primera vez Marian Diamond, para adaptarse al ambiente y crear nuevos circuitos por donde pasa la información, nos otorga poder. El poder de cambiar todos esos datos que operan en nosotros de una forma sumergida. Si nos atrevemos a bucear en lo profundo.

Todo eso que aprendimos sobre el mundo, en ocasiones de una forma errónea, hay que desenterrarlo y, si nos limita, cambiarlo. Sucede que, a veces, no resulta tan sencillo como un simple darse cuenta. Esa información está guardada en nuestro cuerpo, en nuestro sistema nervioso. Y nos condiciona.

Uno de los primeros autores en hablar de la importancia de trabajar con el cuerpo fue el psiquiatra Bessel Van der Kolk, autor de «El cuerpo lleva la cuenta». Con más de 30 años de experiencia en investigación y práctica clínica, está considerado como una de las principales autoridades en el tratamiento del trauma, que para él tiene una base fisiológica muy importante.

Solemos pensar que solo siendo conscientes en un nivel mental de aquello que nos pasó, y nos influyó negativamente, vamos a ser capaces de reconducirlo pero, en ocasiones, todas esas heridas, fruto de las experiencias dolorosas que hemos vivido, se quedan encapsuladas en nuestro cuerpo. Un cuerpo que nos habla, si somos capaces de pararnos y escucharlo.

El cuerpo nos habla, si somos capaces de escucharlo.

Durante años, he oído a mi padre contar, decenas de veces, los episodios vividos durante la época en la que lo destinaron a un lugar donde reinaba el terror silencioso. Ese que espera a la vuelta de cualquier esquina para hacer estallar un coche y segar la vida de un grupo de hombres buenos que vuelven de cenar. Y las de su familia.

En su discurso no abundan las palabras que describen emociones. Solo asoman en sus ojos cuando vuelve a un recuerdo muy concreto, una última conversación telefónica entre un padre y su hijo, de la que es testigo.

«Que sí, que claro yo voy a volver pero dime tú qué quieres que te lleve».

Ese mismo día ese hombre murió por un disparo de metralleta en un coche del que mi padre consiguió salir en marcha. Creo que, a veces, se pregunta por qué él sí y su compañero no. Por qué tuvo que oír esa última conversación.

Y, como estas, tiene varias historias así.

No fue hasta 1980, el año en el que nací, que la Asociación Americana de Psiquiatría incluyera un nuevo diagnóstico en su manual, el Trastorno por Estrés Postraumático (TPEP) para ponerle nombre al sufrimiento de todas aquellas personas que han vivido acontecimientos que dejan una huella dolorosa que les cambia. A todos lo que viven insensibilizados emocionalmente, distanciados de ellos mismos y de las personas que aman. Sintiéndose profundamente culpables por ello.

Y no ha sido hasta muchos años más tarde, escribiendo sobre todo esto, que he podido entender de dónde vienen todos esos mensajes que he escuchado de mi padre desde que era niña, para que aparcara siempre preparada para salir, caminara desde donde pudiera ver sin ser vista, permaneciera a la sombra, o variara mi recorrido de vuelta a casa.

Para que viviera alerta a ese peligro que está donde menos lo esperas.

Mi padre es un hombre increíble. Él siempre me dice que confío demasiado en el mundo, en la gente. Pero hay una parte de mí a la que le cuesta quitarse el chaleco antibalas. Estoy aprendiendo a amarla. Entendiendo de dónde viene. Agradecida a su presencia. Pero también hablándole. Diciéndole que ya no es necesaria en mi vida. Que es seguro ser vista. Y bajar la guardia.

Por eso es fundamental bucear en nuestros adentros, entender de dónde procede esa fuerza que rema, en ocasiones, en una dirección opuesta hacia donde queremos llegar.

El «deber ser» opera en nuestra psique en un nivel subconsciente. Asumimos personajes que gobiernan nuestra vida, producto de mandatos, exigencias y expectativas ajenas, muchas veces silenciadas, por fidelidad al clan. Diana Paris es escritora, licenciada en Letras y psicoanalista especializada en análisis transgeneracional. En su libro «Mandatos familiares, ¿qué personaje te compraste?», navega sobre toda esa información que nos viene dada por el clan, sobre todos aquellos mandatos y anhelos de nuestros progenitores, que determinan nuestra conducta. Sin saberlo.

La piscología cognitiva y Aaron Beck como punto de partida, es uno de los mejores enfoques para acceder al entramado de nuestros pensamientos y creencias (hablamos sobre todo esto aquí). Pero acceder a esta información, paralelamente, a través del cuerpo, hará este trabajo algo mucho más efectivo. Si no quiero cansaros eso lo abordaremos en un próximo artículo. Y de una forma mucho más extensa en mi próximo libro.

Mientras tanto, os dejo con un ejercicio de escritura balsámica.

Coge una libreta y busca un espacio y un tiempo para ti. Sin interrupciones. Para un rato el reloj y elige un mensaje que te resuene haber escuchado en tu infancia que, de alguna forma, te ha condicionado durante tu vida y que te produzca cierto malestar.

Te dejo algunas de las más frecuentes:

  • No puedes equivocarte.
  • La felicidad /el amor / todo eso que me hace sentir bien hay que ganárselo y cuesta.
  • Todo lo bueno se paga o las cosas buenas tienen un precio.
  • Pedir ayuda es de débiles.
  • No te fíes de nadie o no te puedes fiar de los hombres /las mujeres.
  • No llores o parecerás débil /un bebé.
  • La gente no cambia.
  • Si quieres que algo salga bien tienes que hacerlo tú mismo, no confíes.
  • Tus emociones te hacen débil, no las muestres.
  • Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu izquierda (no te muestres como eres).
  • Tiene que quedar perfecto.
  • Tienes que ser la mejor.
  • Ayuda a todo el mundo o no te querrán.
  • Solo hay un amor en la vida.
  • Tienes que estar contento, no seas desagradecido con todo lo que tienes o no querrán estar contigo.
  • Querer es poder.
  • Los domingos se come en familia.
  • Somos una familia de médicos.
  • Cuando Dios repartió la riqueza se olvidó de nosotros.
  • Tú ver, oír y callar.
  • La Navidad se celebra con la familia.
  • Tienes que ser simpática y educada y darle un beso.
  • No contradigas.
  • No está bien llamar la atención.

Ahora, construye tu propia frase a partir de esta, que te produzca una sensación de alivio, que encaje más contigo y la realidad que vives en este momento. Experimenta la liberación y no te quedes solo en esta sensación. Piensa en pequeñas acciones que puedes llevar a cabo en los próximos días que vayan en consonancia con este nuevo enfoque.

Poniendo como ejemplo mi frase, la vida no es de color rosa, es de muchos colores y pienso disfrutar de todos, significa que me tomo muy en serio lo de disfrutar de cada día, de cada momento, aunque no sea viernes. Los lunes reservo un rato o dos para ir más despacio, para deleitarme con el café, para disfrutar, incluso en situaciones que pueden resultar aversivas.  

Se puede ser feliz y tener el día gris. Porque la felicidad no es lo mismo que la alegría

La felicidad es un estado del ser

La alegría es una emoción básica.

Somos felices cuando estamos atentos a las pequeñas cosas del día.

Al instante previo a la primera palomita.

A las pequeñas chispas que hacen una luz enorme.

A las cosas buenas que te cuenta tu amiga con un vinico y te alegras como si fueran tuyas.

A lo que pasa cuando juntas primos y creppes.

A la paella que haces con música y un vinito y te sale rebuena.

Al café con leche y plastilina.

Estemos atentos.

Hagamos de las cicatrices belleza. Otorguemos valor a la imperfección. Como hacen los artesanos japoneses uniendo los fragmentos rotos de una pieza de cerámica con barniz espolvoreado de oro. Que exhiben las marcas en su taza de un pasado que deja una huella pero no la destruye.

La hace única.

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