Soltar para volver a empezar. La llave hacia tu libertad

Nos contaron que ser feliz iba de tener. De poseer. De acumular. Casas. Coches (ahora furgonetas camperizadas). Una pareja. La última tecnología. Un hijo. Y, cuando ya tienes uno, dos. Pero el gran aprendizaje de estos últimos meses está siendo el de soltar. Y es que, no hay plenitud sin vacío. No podemos dejarnos caer en el instante presente si no aprendemos a confiar en la vida. Tal cual llega. Aunque no sea como esperábamos.

Por eso, una las cosas de las que más cuesta desprenderse es de la expectativa, de aquello que creíamos que iba a ser y no fue.

Lo que sería nuestra crianza. Nuestros 40. Nuestro sofá (si tienes gato entiendes lo que este soltar significa). La clase que íbamos a dar, con todas sus actividades y en silencio. El concepto de pareja idealizado que teníamos. Nuestro proyecto de vida. O de familia.  Soltar nuestro cuerpo de piel jugosa que un día empieza a ser distinto a cómo estábamos acostumbrados a verlo.

Pero, cuando dejamos de aferrarnos a la idea de que las cosas deberían ser de una forma distinta a como son, podemos volver a nuestra paz en casi cualquier circunstancia. Y eso no significa que estemos siempre contentos. Solo que ya no hay desgaste.

Tampoco significa que dejemos de trabajar por aquello que queremos, pero empezamos a hacerlo desde la calma, no desde la lucha.

Y es con esta actitud de ligereza y desapego con la que he decidido que llegaré a vieja. Sí, he dicho vieja. Siempre me pregunté por qué el estigma del término que sirve para hablar de una fase de nuestras vidas como cualquier otra. Una palabra que la sociedad (y mi madre, cuando yo la usaba y me corregía) se ha empeñado en relacionar con deterioro, negatividad y decadencia. Y no con la libertad, la sabiduría, y la aportación que implica esta etapa. Y, ¿por qué no? También con crecimiento.

Porque crecer, cuando somos adultos, es aprender a vivir sabiendo que vamos a morir. Es aprender a soltar todo lo que hemos construido.

Crecer es aprender a soltar

Hace tiempo que entendí que la necesidad de tener el control de todo desgasta, sobre todo cuando se trata de lidiar con situaciones que no dependen de una misma.

La aceptación es un proceso de dentro hacia fuera y llega cuando entendemos que lo único sobre lo que tenemos control, es sobre aquello que nosotros hacemos, decimos y sentimos. Que no podemos esperar que los demás se comporten como lo haríamos nosotros, solo podemos cambiar lo que depende de uno, una misma. Cambiar nuestra perspectiva, nuestra actitud, nuestra forma de reaccionar, de mirar. Cambiar el color de las gafas con las que miramos el mundo.

Pero, en ocasiones, aunque tenemos todo el saber y las técnicas a nuestro alcance, resulta tentador o, simplemente, más fácil, aferrarse a algo que ya no existe como lo conocíamos, a algo que hemos perdido, sea una persona, un tipo de relación, cierto estatus o una forma de vivir (sin mascarilla).

Resulta tentador asumir el rol de víctima

Por eso se hace necesario el desapego. Convertirnos en meros observadores de lo que acontece. Sin intentar controlarlo todo. Y la responsabilidad emocional.

¿Cómo lo hago?

Propongo algunas claves para poner en práctica el maravilloso arte de soltar, desapegándonos de aquello que deberíamos sentir, del resultado, de la perfección, de nuestros pensamientos y de la pesada mochila del rencor.

Suelta la lucha con tus emociones a través del duelo. Cuando fui madre por 2ª vez, poco después de la 1ª, tuve que hacer una especie de duelo. Y es que, la relación con mi hija mayor, tal y como era hasta ese momento, dejó de ser. Por supuesto, para transformarse en otra cosa, igual o mejor, pero me costó unos días asimilarlo. Hormonada perdida. Nadie nos lo cuenta.

En ese momento, un poco culpable y un mucho de exhausta, a falta de ocho manos, comenzó mi aprendizaje en el maravilloso arte de soltar. Y, en ese desaferrarme mío, también empezó su caminar. Cada vez un poco más sin mí… hasta  que un día los ves, a lo lejos, y sonríes, porque empiezan a no necesitarte tanto.

Cuando algo cambia, necesitamos un tiempo para asimilarlo. Para estar con nosotros, conectar con nuestro interior y acostumbrarnos de nuevo a la vida sin eso que había en ella y ya no.

La tristeza nos ayuda en ese proceso para acompañarnos, por eso nos quita las ganas de hacer y de relacionarnos. A veces tenemos la tentación de anestesiarnos para salir rápido de esta densa emoción y de la cama cuando necesitamos procesar ese algo que ya no está pero, voy a contaros un secreto: no pasa nada por estar triste. Se llama duelo y nos ayuda a recomponernos tras una pérdida.

Hay momentos en la vida en los que toca despedirnos. De una pareja, de un libro, de un trabajo. Del verano.

¿Está mal no estar siempre bien? Le pregunté a una amiga que me dijo un día que no podía permitirse estar mal “gratuitamente”, solo porque llegaba el otoño y con él, el frío, los días cortos y los blancos en su agenda.

Llegaba el otoño y se quedaba a solas consigo misma.

No seré yo la que diga que haya que fustigarse cuando una está “de bajona” Y que poner el foco en las maravillas cotidianas no nos ayude a conectar con ese “burbujeo corazonil” del que siempre hablo. Pero de ahí a no permirnos sentir y juzgarnos por hacerlo hay un trecho. Porque la emoción siempre nos deja mensajes valiosos. Y, a veces, solo tenemos que sostenerla. Sabiendo que también pasará. Localizarla en nuestro cuerpo. Hacerle preguntas. Dejar que nos conteste. Buscar ayuda si todo esto no nos está funcionando.

Y, quizá, un día, recordemos esa etapa en la que estuvimos “mal” y pensemos que no estar siempre bien no está tan mal.

Dejemos de juzgarnos

★ Suelta el control y la expectativa a través de la gratitud. En ocasiones, lo que no tenemos nos impide disfrutar de lo que sí. Quiero que pase. Y que pase ya. Y, mientras estoy en ese control, me estoy perdiendo todo lo que acontece a mi alrededor. Una mirada, una canción, el dibujo que me han hecho.

Os contaré algo que me pasó el otro día.

8 de la noche. Niña de 7 años agotada después de un día de cole y una tarde en la huerta. Madre humana e imperfecta que piensa que ha hecho los deberes. Pero no. Y le insta a hacerlo. A ser posible, rápido. Que hay que cenar. Y acostarse. 

A la 3ª operación comienza el drama. 

Niña que llora y desespera porque no le cabe una resta con llevada más en la cabeza. 

Madre que, ilusa de ella, cree que puede controlar la situación y hacerle entender que la tarea es lo primero mientras hace los palitos de pescado.

Y así durante 20 largos minutos.

¿Os suena? 

Me pasó la otra tarde. Pero, ¿qué le estoy enseñando?, pensé, escuchándola llorar desde la cocina. Entonces entré en su cuarto, me agaché y le pedí perdón por haberle gritado (si, yo también me equivoco a veces). “Tenemos que ser responsables pero también aprender a escucharnos. Estás muy cansada, y así no sale nada bueno… Deja el cuaderno abierto y mañana, temprano, las haces. Tendrás que levantarte antes. Y espero que hayas aprendido por qué no podemos dejar esto para el final»

Y me abrazó. Y al día siguiente las hizo en 10 minutos nada más levantarse.

En ocasiones, fruto de todo lo que leemos y de todo lo que nos dicen, le damos nuestro poder y autoridad a los demás y nos olvidamos de ser observadores del momento y la circunstancia que estamos viviendo. 

Cuando salimos de los dogmas y simplemente nos integramos en el momento presente, conectamos con nuestra sabiduría interna, sabemos lo que tenemos que hacer en cada momento. Aunque choque con eso que has oído siempre que es “lo correcto”.

Y tomamos decisiones alineadas con nosotras mismas y la realidad que estamos viviendo.  

¿Es posible que nos equivoquemos? Sí, pero nunca nos arrepentiremos. 

Aquella noche, cada vez que entraba en el cuarto de mi hija y la veía estancada en la misma resta, estaba en el control. Y no me di cuenta de lo más importante: lo que estaba pasando en ese momento.  

Suelta el rencor a través del perdón.

Sabemos, en un nivel mental, que necesitamos soltar y perdonar pero no sabemos cómo hacerlo. Cómo liberarnos de esa pesada carga a un nivel más profundo. Nos resistimos a dejar atrás el dolor, pensando que perdonar implica tener una buena relación con aquellos que nos hicieron daño. Pero, el perdón es algo que haces por ti, para liberarte de una pesada carga que te limita porque, mientras no lo haces, estas personas tienen un espacio en tu cabeza y en tu corazón.

Soltar es vivir en ligereza

Aceptar lo vivido nos da poder para elegir el futuro, para ser libres. Decía Lewis Smedes que perdonar es liberar a un prisionero y descubrir que el prisionero eras tú. A través del perdón nos liberamos del dolor del pasado. Cuando conquistamos esa cualidad, recuperamos el poder sobre nuestras emociones y sobre nosotros. Es un acto interior que nos ayuda a liberarnos de la mochila del resentimiento y que deja espacio en nosotros para la paz, para la calma. Dejamos de depender de lo que los demás hacen, de sus errores y de su falta de consciencia para empezar a ser responsables de nuestra propia serenidad. No es un acto de debilidad, más bien exige la valentía de dejar ir.

A través de este ejercicio de relajación profunda que os propongo, damos permiso a nuestra mente subconsciente para liberarse de todo aquello que nos lastra. Además, es una forma de limpiarnos por dentro. Del mismo modo que nos duchamos a diario, podemos dedicar un rato cada día a purificar nuestro interior y mantener el jardín libre de malas hierbas.

Ejercicio de limpieza y liberación

La sabiduría que solo otorga la experiencia nos permite distinguir el placer de la verdadera felicidad. Esa que no excluye el dolor. Esa que nos permite soltar y entregarnos al viaje ligeros de equipaje.

«Larga vida prometo, larga paciencia, historias largas. Y nada abreviaré que deba sucederme: ni la pena ni el éxtasis para que cuando sea viejo tenga como deleite la detallada historia de mis días.» Ángeles Mastretta

Feliz camino.

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